/ domingo 1 de julio de 2018

El arma de la democracia

Una de las más grandes conquistas de Occidente, aunque también de las más difíciles y largas de obtener, ha sido la democracia. La misma que comenzó a gestarse hace ya varios milenios, durante el siglo VI a.C., en el corazón mismo de la más emblemática ciudad-Estado de la antigua Grecia: Atenas. Sí, la polis del arte y la filosofía, cuya sociedad dividida en tres grandes clases por Teseo, según nos refiere Plutarco: eupátridas (nobles), demiurgos (artesanos) y geomoros (campesinos), no tardó en experimentar cómo los dos últimos grupos se unían frente a los nobles, dando origen a un gobierno nuevo: la democracia, que si bien hoy definimos como gobierno del pueblo, en realidad en la época clásica aludió al gobierno de artesanos y campesinos. Y fue tal la actividad e interés que a partir de entonces se promovió entre los atenienses, que todo aquél que no participara en los temas de la polis durante las reuniones de la Asamblea, era calificado como idiota por dedicarse solo a sus asuntos personales (tà idia). El inútil, habría dicho Pericles. De ahí que no nos sorprenda el uso degradante y por demás ilustrativo en el que devino desde entonces dicho vocablo a nivel quasi universal. Tal era la importancia de la política para la vida del ateniense y de ahí la razón que evocar su origen no solo sea justo sino necesario en un día como hoy, en el que precisamente es, o debiera ser, la democracia la que hable en México a través de sus ciudadanos.

No obstante, nuestro México y su democracia, no pueden ser comprendidos en la actualidad sin el sello que les imprimió la Revolución de 1910 y que hizo a personajes de nuestra intelectualidad, como fue el caso de Lepoldo Zea, reconocer al movimiento revolucionario como base de nuestra cultura, intelectualidad y, por consiguiente, democracia contemporáneas, desde el momento en que, como señaló a su vez Luis Villoro, la revolución “no solo fue una conmoción del antiguo orden social, sino también de la concepción del mundo que lo reflejaba”. Sí, la Revolución Mexicana, la más importante de América Latina, fue desde sus inicios inspiración y paradigma para las naciones hermanas latinoamericanas así como para diversos países del resto del mundo en tanto punta de lanza que abrió caminos para la liberación en todos los órdenes, al fincar las bases para la conformación de una nueva ideología. Ideología de corte nacionalista y revolucionario que, a pesar de haber sido adoptada por los propios grupos al poder, permeó en todas las manifestaciones de la cultura dejando al descubierto diversas preocupaciones latentes: una de ellas, la filosofía de lo mexicano. No había duda, la incógnita estaba allí: ¿quiénes éramos? ¿Qué era México?

Samuel Ramos esperó resolver el aserto cuando se lograra encontrar al “ser auténtico de cada mexicano”. ¿Cómo? Agustín Yáñez y Emilio Uranga, por ejemplo, propusieron el camino de la autognosis, pues como bien denunciaba Rodolfo Usigli, demagogia y mentira eran lo imperante en el México de aquellos años. ¿Qué dirían hoy? Sin duda estarían horrorizados de nuestra decadencia moral. Décadas más tarde, Octavio Paz apuntó: el modo de ser del mexicano es ser él mismo, pero esta respuesta, lejos de resolver el problema lo agudizó, pues como él mismo reconoció: el mexicano no tiene una forma única de ser.

Grave cuestión porque así ha transcurrido el tiempo y seguimos entrampados, hasta el grado que hoy en día el propio nacionalismo revolucionario está en crisis y con él nuestra identidad, en gran medida debido a que la revolución mexicana no culminó, quedó incompleta, y condujo a la postre al poder a una burguesía cuyos métodos de explotación no eran tan diferentes a los de épocas pasadas. Prueba de ello, cómo esta misma burguesía se fue encumbrando y monopolizando el control político y económico a través del fortalecimiento de sus redes con los grupos de poder de siempre, aquellos de origen colonial y porfiriano, así como con los grupos cupulares nacionales e internacionales en ascenso que a la postre se han apoderado del mundo. Por eso también el tejido de nuestra mexicanidad es cada día más frágil y ajeno y los espacios en los que ésta se manifiesta son generalmente aquéllos en los que la catarsis puede explotar sin freno.

Ante semejante panorama ¿dónde quda nuestra democracia? De 1965 procede una de las obras cumbre del pensamiento político mexicano del siglo XX: La democracia mexicana de Pablo González Casanova. No había ocurrido aún el Movimiento Estudiantil del 68 y el autor preconizaba: “el futuro inmediato del país depende de la democratización efectiva y del desarrollo”. Reconocía que con el capitalismo la democracia había avanzado, no así con el socialismo, pero también advertía del peligro de la enajenación política, de la demagogia como sus antecesores literatos y de la situación de colonialismo y semi-capitalismo internos persistentes que, de subsistir, harían inminentes nuevos conflictos. Por ello aconsejaba acentuar la lucha cívica y la organización política, democratizar en todos los órdenes a la Nación, comenzando por sus leyes e instituciones, e incentivar el desarrollo económico, contribuirían a fin de garantizar la paz pública.

A 53 años de distancia, las condiciones se han extremado y si algo no tenemos es paz. Violencia, corrupción e impunidad son nuestros tiranos, pero el primer paso para enfrentarlos es luchar con el arma de la democracia. Hoy es su día y la tenemos en nuestras manos.

Votar es nuestro derecho, pero es también nuestra obligación de cara a ella y a la Nación.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli

Una de las más grandes conquistas de Occidente, aunque también de las más difíciles y largas de obtener, ha sido la democracia. La misma que comenzó a gestarse hace ya varios milenios, durante el siglo VI a.C., en el corazón mismo de la más emblemática ciudad-Estado de la antigua Grecia: Atenas. Sí, la polis del arte y la filosofía, cuya sociedad dividida en tres grandes clases por Teseo, según nos refiere Plutarco: eupátridas (nobles), demiurgos (artesanos) y geomoros (campesinos), no tardó en experimentar cómo los dos últimos grupos se unían frente a los nobles, dando origen a un gobierno nuevo: la democracia, que si bien hoy definimos como gobierno del pueblo, en realidad en la época clásica aludió al gobierno de artesanos y campesinos. Y fue tal la actividad e interés que a partir de entonces se promovió entre los atenienses, que todo aquél que no participara en los temas de la polis durante las reuniones de la Asamblea, era calificado como idiota por dedicarse solo a sus asuntos personales (tà idia). El inútil, habría dicho Pericles. De ahí que no nos sorprenda el uso degradante y por demás ilustrativo en el que devino desde entonces dicho vocablo a nivel quasi universal. Tal era la importancia de la política para la vida del ateniense y de ahí la razón que evocar su origen no solo sea justo sino necesario en un día como hoy, en el que precisamente es, o debiera ser, la democracia la que hable en México a través de sus ciudadanos.

No obstante, nuestro México y su democracia, no pueden ser comprendidos en la actualidad sin el sello que les imprimió la Revolución de 1910 y que hizo a personajes de nuestra intelectualidad, como fue el caso de Lepoldo Zea, reconocer al movimiento revolucionario como base de nuestra cultura, intelectualidad y, por consiguiente, democracia contemporáneas, desde el momento en que, como señaló a su vez Luis Villoro, la revolución “no solo fue una conmoción del antiguo orden social, sino también de la concepción del mundo que lo reflejaba”. Sí, la Revolución Mexicana, la más importante de América Latina, fue desde sus inicios inspiración y paradigma para las naciones hermanas latinoamericanas así como para diversos países del resto del mundo en tanto punta de lanza que abrió caminos para la liberación en todos los órdenes, al fincar las bases para la conformación de una nueva ideología. Ideología de corte nacionalista y revolucionario que, a pesar de haber sido adoptada por los propios grupos al poder, permeó en todas las manifestaciones de la cultura dejando al descubierto diversas preocupaciones latentes: una de ellas, la filosofía de lo mexicano. No había duda, la incógnita estaba allí: ¿quiénes éramos? ¿Qué era México?

Samuel Ramos esperó resolver el aserto cuando se lograra encontrar al “ser auténtico de cada mexicano”. ¿Cómo? Agustín Yáñez y Emilio Uranga, por ejemplo, propusieron el camino de la autognosis, pues como bien denunciaba Rodolfo Usigli, demagogia y mentira eran lo imperante en el México de aquellos años. ¿Qué dirían hoy? Sin duda estarían horrorizados de nuestra decadencia moral. Décadas más tarde, Octavio Paz apuntó: el modo de ser del mexicano es ser él mismo, pero esta respuesta, lejos de resolver el problema lo agudizó, pues como él mismo reconoció: el mexicano no tiene una forma única de ser.

Grave cuestión porque así ha transcurrido el tiempo y seguimos entrampados, hasta el grado que hoy en día el propio nacionalismo revolucionario está en crisis y con él nuestra identidad, en gran medida debido a que la revolución mexicana no culminó, quedó incompleta, y condujo a la postre al poder a una burguesía cuyos métodos de explotación no eran tan diferentes a los de épocas pasadas. Prueba de ello, cómo esta misma burguesía se fue encumbrando y monopolizando el control político y económico a través del fortalecimiento de sus redes con los grupos de poder de siempre, aquellos de origen colonial y porfiriano, así como con los grupos cupulares nacionales e internacionales en ascenso que a la postre se han apoderado del mundo. Por eso también el tejido de nuestra mexicanidad es cada día más frágil y ajeno y los espacios en los que ésta se manifiesta son generalmente aquéllos en los que la catarsis puede explotar sin freno.

Ante semejante panorama ¿dónde quda nuestra democracia? De 1965 procede una de las obras cumbre del pensamiento político mexicano del siglo XX: La democracia mexicana de Pablo González Casanova. No había ocurrido aún el Movimiento Estudiantil del 68 y el autor preconizaba: “el futuro inmediato del país depende de la democratización efectiva y del desarrollo”. Reconocía que con el capitalismo la democracia había avanzado, no así con el socialismo, pero también advertía del peligro de la enajenación política, de la demagogia como sus antecesores literatos y de la situación de colonialismo y semi-capitalismo internos persistentes que, de subsistir, harían inminentes nuevos conflictos. Por ello aconsejaba acentuar la lucha cívica y la organización política, democratizar en todos los órdenes a la Nación, comenzando por sus leyes e instituciones, e incentivar el desarrollo económico, contribuirían a fin de garantizar la paz pública.

A 53 años de distancia, las condiciones se han extremado y si algo no tenemos es paz. Violencia, corrupción e impunidad son nuestros tiranos, pero el primer paso para enfrentarlos es luchar con el arma de la democracia. Hoy es su día y la tenemos en nuestras manos.

Votar es nuestro derecho, pero es también nuestra obligación de cara a ella y a la Nación.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli