/ miércoles 2 de febrero de 2022

México infanticida

por Francisco Landa Reyes


Quizá sea hora de comenzar a gritar que México es un país infanticida. Para comenzar, de forma literal: cada año cientos de niñas, niños y adolescentes son asesinados o negligentemente dejados morir. Pero también están todas las formas de anulación, abandono y violencia en contra de ellas y ellos. Hoy, la fuerza vital, creativa, económica que representan nuestras nuevas generaciones es sacrificada sin ningún sentido.

Si tú que me lees estás informado, sabes de qué hablo. Si no, puedes revisar el Balance anual 2021 de la Red por los Derechos de la Infancia en México**, o simplemente usar tu buscador de internet. Los números disponibles son apabullantes.

Quienes nos dedicamos a trabajar con niños y jóvenes tenemos además de datos, experiencias de primera mano. Historias de alumnos, pacientes, chicos en situación de calle, migración, desplazamiento, conflicto con la ley, adicciones, violencia intrafamiliar, que duelen mucho más que los números. Niños centroamericanos que atraviesan México completamente solos. Huérfanos por feminicidio, desaparición, asesinato o abandono que sobreviven con deficiente o nulo apoyo del Estado. Bebés, niñas y niños abusados sexualmente por familiares o por redes de pederastas, que tendrán que lidiar el resto de su vida con el estrés postraumático que les hará experimentarse como indignos de vivir, de amar, de disfrutar, y les llevará a repetidas relaciones abusivas. Niños que desde los 5 años deben trabajar para vivir o son explotados. Adolescentes desde los doce son reclutados por organizaciones criminales. Pequeños indebidamente medicados con psicofármacos. Pueblos enteros desplazadas por la violencia atroz.

El Covid-19 ha agravado el panorama: los jóvenes sin escuela presencial se encuentran tristes, desorientados, en muchos casos dejados a su suerte por sus familias frente a la pantalla, o bien han abandonado los estudios. Han sido irracionalmente exigidos a tener éxito escolar en un entorno pandémico que les ha significado deshumanización, suspensión del aprendizaje relacional, sexual, experiencial. Muchas familias han recrudecido esquemas autoritarios y regresivos, situación facilitada por el encierro. En otras ha escaseado el dinero, o han fallecido uno o varios cuidadores o proveedores.

A pesar de todo, la normalización de los fenómenos que significan sufrimiento de niños y adolescentes predomina en nuestra sociedad. Quizá sea el miedo lo que propicia el silencio y la inacción, pero también existe un tremendo anacronismo en los paradigmas con que contamos para enfrentar estos retos. De forma generalizada, seguimos utilizando la dimensión privada de la vida familiar como coartada para denegar la dimensión pública y colectiva del cuidado y los derechos de todas las niñas, niños y adolescentes. A la vez, políticamente estamos siendo cómplices de un Estado que hoy no solamente tiene en la congeladora al Sistema Integral de Protección de Niños y Adolescentes -que ya funcionaba de forma casi decorativa en sexenios anteriores-, sino que amaga con involucionarlo a un DIF asistencial ligado a la caridad privada.

No, no se trata de atender a una minoría en desgracia. Se trata de que la desgracia está generalizada, estamos hablando nada menos que de la tercera parte de la población (que, al no representar votos para la maquinaria electoral, pareciera no existir). Es una catástrofe negada por el Estado y por una sociedad machista, racista y adultocéntrica para la cual los más jóvenes deberían aguantar todo; no es necesario escucharles ni darles un lugar digno. Mucho menos si son pobres, mujeres, indígenas, extranjeros. Una sociedad infanticida para la cual los niños son prescindibles, a menos que puedan ser usados.

¿Seremos capaces de revertir esto mediante la organización comunitaria y un replanteamiento de la relación del Estado -que somos todos- con sus integrantes más jóvenes?


*http://derechosinfancia.org.mx/v1/l-baredim/


Dr. en Psicología y representante de Nosotrxs en Querétaro

@NosotrxsMX


por Francisco Landa Reyes


Quizá sea hora de comenzar a gritar que México es un país infanticida. Para comenzar, de forma literal: cada año cientos de niñas, niños y adolescentes son asesinados o negligentemente dejados morir. Pero también están todas las formas de anulación, abandono y violencia en contra de ellas y ellos. Hoy, la fuerza vital, creativa, económica que representan nuestras nuevas generaciones es sacrificada sin ningún sentido.

Si tú que me lees estás informado, sabes de qué hablo. Si no, puedes revisar el Balance anual 2021 de la Red por los Derechos de la Infancia en México**, o simplemente usar tu buscador de internet. Los números disponibles son apabullantes.

Quienes nos dedicamos a trabajar con niños y jóvenes tenemos además de datos, experiencias de primera mano. Historias de alumnos, pacientes, chicos en situación de calle, migración, desplazamiento, conflicto con la ley, adicciones, violencia intrafamiliar, que duelen mucho más que los números. Niños centroamericanos que atraviesan México completamente solos. Huérfanos por feminicidio, desaparición, asesinato o abandono que sobreviven con deficiente o nulo apoyo del Estado. Bebés, niñas y niños abusados sexualmente por familiares o por redes de pederastas, que tendrán que lidiar el resto de su vida con el estrés postraumático que les hará experimentarse como indignos de vivir, de amar, de disfrutar, y les llevará a repetidas relaciones abusivas. Niños que desde los 5 años deben trabajar para vivir o son explotados. Adolescentes desde los doce son reclutados por organizaciones criminales. Pequeños indebidamente medicados con psicofármacos. Pueblos enteros desplazadas por la violencia atroz.

El Covid-19 ha agravado el panorama: los jóvenes sin escuela presencial se encuentran tristes, desorientados, en muchos casos dejados a su suerte por sus familias frente a la pantalla, o bien han abandonado los estudios. Han sido irracionalmente exigidos a tener éxito escolar en un entorno pandémico que les ha significado deshumanización, suspensión del aprendizaje relacional, sexual, experiencial. Muchas familias han recrudecido esquemas autoritarios y regresivos, situación facilitada por el encierro. En otras ha escaseado el dinero, o han fallecido uno o varios cuidadores o proveedores.

A pesar de todo, la normalización de los fenómenos que significan sufrimiento de niños y adolescentes predomina en nuestra sociedad. Quizá sea el miedo lo que propicia el silencio y la inacción, pero también existe un tremendo anacronismo en los paradigmas con que contamos para enfrentar estos retos. De forma generalizada, seguimos utilizando la dimensión privada de la vida familiar como coartada para denegar la dimensión pública y colectiva del cuidado y los derechos de todas las niñas, niños y adolescentes. A la vez, políticamente estamos siendo cómplices de un Estado que hoy no solamente tiene en la congeladora al Sistema Integral de Protección de Niños y Adolescentes -que ya funcionaba de forma casi decorativa en sexenios anteriores-, sino que amaga con involucionarlo a un DIF asistencial ligado a la caridad privada.

No, no se trata de atender a una minoría en desgracia. Se trata de que la desgracia está generalizada, estamos hablando nada menos que de la tercera parte de la población (que, al no representar votos para la maquinaria electoral, pareciera no existir). Es una catástrofe negada por el Estado y por una sociedad machista, racista y adultocéntrica para la cual los más jóvenes deberían aguantar todo; no es necesario escucharles ni darles un lugar digno. Mucho menos si son pobres, mujeres, indígenas, extranjeros. Una sociedad infanticida para la cual los niños son prescindibles, a menos que puedan ser usados.

¿Seremos capaces de revertir esto mediante la organización comunitaria y un replanteamiento de la relación del Estado -que somos todos- con sus integrantes más jóvenes?


*http://derechosinfancia.org.mx/v1/l-baredim/


Dr. en Psicología y representante de Nosotrxs en Querétaro

@NosotrxsMX