/ domingo 5 de mayo de 2019

Morir en la UNAM 

Desde que tuve uso de razón recuerdo haber aprendido el concepto de bala perdida. Lo supe porque a mi tatarabuelo, Johann Ekelund de nacionalidad sueca y que había sido encomendado por su gobierno para estudiar la flora de México, al estar trabajando en su invernadero de orquídeas ubicado en terrenos del Molino Blanco en Naucalpan, una bala perdida expansiva destruyó su cráneo. Y viene a mí este doloroso recuerdo porque en las últimas horas mucho se ha hablado de que una “bala perdida” fue la que pudo cegar la vida de Aydée Mendoza Jerónimo, estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) plantel Oriente, de la UNAM. No obstante, si comparamos los casos, las diferencias son notables. Mi tatarabuelo se encontraba al aire libre y México se convulsionaba en plena revolución. Aydée en cambio, estaba tomando clase dentro de su salón y, hasta donde sabemos y se reconoce oficialmente, nuestro país no está en guerra. Aun así, ninguna de las dos muertes admite justificación, pero mientras la primera podría entenderse: el de la alumna no. Ni siquiera durante el Movimiento Estudiantil del 68 un alumno fue asesinado en plena clase como ocurrió ahora con Aydée.

Morir hoy en pleno campus universitario -aun siendo por una “bala perdida”-, significa que la comunidad universitaria no está exenta de estar expuesta a una total impunidad y que cualquiera puede convertirse, en un instante, en estadística de “daños colaterales”. Podrá también decirse que Iztapalapa, demarcación territorial donde se ubica el CCH Oriente, es una zona en la que las “balas perdidas” son un fenómeno delictivo común. Para muestra baste recordar al padre que acompañó a su hijo al cine y de pronto éste se convulsionó hasta fallecer, víctima de una bala que lo perforó luego de penetrar por el techo. Sin embargo, esto bajo ningún concepto puede “normalizar” la tragedia que costó la vida a la joven universitaria. Ante todo, porque ocurre dentro del espacio universitario y la comunidad del plantel, a pesar de sus denuncias, ha sido víctima recurrente de una notoria escalada delictiva, de dramático saldo, en los últimos meses. Y algo más: si grave sería el acreditar que su muerte hubiera sido efectivamente consecuencia de la funesta trayectoria de una “bala perdida” (que por cierto en esta ocasión su presunta trayectoria parabólica más tendría afinidad con la de un proyectil teledirigido que con la estudiada por Apolonio de Perge y Arquímedes –deberían apoyarse con peritos del extranjero-), el que el responsable pudiera ser de casa evidenciaría un panorama de execrable descomposición social. Por eso, cuando los medios dan a conocer que en la azotea del edificio se detectó la presencia de casquillos uno se pregunta ¿también estos son “producto de balas perdidas”? ¿Desconocían las autoridades universitarias esta situación? ¿Qué pasa en el CCH-Oriente? ¿Qué pasa en la UNAM?

No podemos permanecer impávidos y tolerar estos hechos, como tampoco el inédito, macabro y cada vez más frecuente hallazgo de cadáveres de alumnos en el campus universitario central del último bienio como los de Roberto Villaseñor Niño de Arquitectura, encontrado en la Facultad de Medicina tras haberse presuntamente arrojado de un quinto piso; Víctor Manuel Orihuela, alumno de Odontología que presuntamente cayó del tercer piso de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL); Adrián Clara Chagoya, estudiante de Geografía que presuntamente se subió y cayó de un árbol de la FFyL; Luis Roberto Malagón, alumno de alto rendimiento de la Facultad de Derecho, cuyo cuerpo aún con vida apareció dentro de un pozo de inmersión entre las Facultades de Medicina y Odontología. Ni qué decir del atroz feminicidio de Lesvy Berlin Osorio en el Anexo de Ingeniería.

¡No! No podemos resignarnos a que la violencia impere. No podemos permitir que la tragedia que enluta y desangra a México se encarnice en contra de nuestra niñez y juventud sin que hagamos nada. ¿Qué debe ocurrir para que esta espiral criminal sea frenada y para que se refuercen los controles y protocolos de seguridad? Las autoridades de los distintos órdenes de gobierno deben asumir su responsabilidad, esclarecer los casos, aplicar la ley con todo rigor y luchar por prevenir que hechos similares sigan multiplicándose, cada vez con mayor crudeza, en todos los confines de nuestro país, como sucedió con la ejecución de Nayeli Noemí, alumna de Derecho, acribillada durante la visita del Fiscal del Estado en el patio de la Universidad Autónoma de Zacatecas ante la mirada atónita y horrorizada de sus compañeros de estudio.

¡No! La muerte y la violencia física y moral, laboral y de género, en todas sus formas, no pueden ser nuestro escenario diario y menos de la academia.

El Estado debe actuar, sin duda, pero también la UNAM: su autonomía y compromiso como máxima Casa de Estudios así la obligan y el pueblo y la Nación a ella se lo demandan.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


Desde que tuve uso de razón recuerdo haber aprendido el concepto de bala perdida. Lo supe porque a mi tatarabuelo, Johann Ekelund de nacionalidad sueca y que había sido encomendado por su gobierno para estudiar la flora de México, al estar trabajando en su invernadero de orquídeas ubicado en terrenos del Molino Blanco en Naucalpan, una bala perdida expansiva destruyó su cráneo. Y viene a mí este doloroso recuerdo porque en las últimas horas mucho se ha hablado de que una “bala perdida” fue la que pudo cegar la vida de Aydée Mendoza Jerónimo, estudiante del Colegio de Ciencias y Humanidades (CCH) plantel Oriente, de la UNAM. No obstante, si comparamos los casos, las diferencias son notables. Mi tatarabuelo se encontraba al aire libre y México se convulsionaba en plena revolución. Aydée en cambio, estaba tomando clase dentro de su salón y, hasta donde sabemos y se reconoce oficialmente, nuestro país no está en guerra. Aun así, ninguna de las dos muertes admite justificación, pero mientras la primera podría entenderse: el de la alumna no. Ni siquiera durante el Movimiento Estudiantil del 68 un alumno fue asesinado en plena clase como ocurrió ahora con Aydée.

Morir hoy en pleno campus universitario -aun siendo por una “bala perdida”-, significa que la comunidad universitaria no está exenta de estar expuesta a una total impunidad y que cualquiera puede convertirse, en un instante, en estadística de “daños colaterales”. Podrá también decirse que Iztapalapa, demarcación territorial donde se ubica el CCH Oriente, es una zona en la que las “balas perdidas” son un fenómeno delictivo común. Para muestra baste recordar al padre que acompañó a su hijo al cine y de pronto éste se convulsionó hasta fallecer, víctima de una bala que lo perforó luego de penetrar por el techo. Sin embargo, esto bajo ningún concepto puede “normalizar” la tragedia que costó la vida a la joven universitaria. Ante todo, porque ocurre dentro del espacio universitario y la comunidad del plantel, a pesar de sus denuncias, ha sido víctima recurrente de una notoria escalada delictiva, de dramático saldo, en los últimos meses. Y algo más: si grave sería el acreditar que su muerte hubiera sido efectivamente consecuencia de la funesta trayectoria de una “bala perdida” (que por cierto en esta ocasión su presunta trayectoria parabólica más tendría afinidad con la de un proyectil teledirigido que con la estudiada por Apolonio de Perge y Arquímedes –deberían apoyarse con peritos del extranjero-), el que el responsable pudiera ser de casa evidenciaría un panorama de execrable descomposición social. Por eso, cuando los medios dan a conocer que en la azotea del edificio se detectó la presencia de casquillos uno se pregunta ¿también estos son “producto de balas perdidas”? ¿Desconocían las autoridades universitarias esta situación? ¿Qué pasa en el CCH-Oriente? ¿Qué pasa en la UNAM?

No podemos permanecer impávidos y tolerar estos hechos, como tampoco el inédito, macabro y cada vez más frecuente hallazgo de cadáveres de alumnos en el campus universitario central del último bienio como los de Roberto Villaseñor Niño de Arquitectura, encontrado en la Facultad de Medicina tras haberse presuntamente arrojado de un quinto piso; Víctor Manuel Orihuela, alumno de Odontología que presuntamente cayó del tercer piso de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL); Adrián Clara Chagoya, estudiante de Geografía que presuntamente se subió y cayó de un árbol de la FFyL; Luis Roberto Malagón, alumno de alto rendimiento de la Facultad de Derecho, cuyo cuerpo aún con vida apareció dentro de un pozo de inmersión entre las Facultades de Medicina y Odontología. Ni qué decir del atroz feminicidio de Lesvy Berlin Osorio en el Anexo de Ingeniería.

¡No! No podemos resignarnos a que la violencia impere. No podemos permitir que la tragedia que enluta y desangra a México se encarnice en contra de nuestra niñez y juventud sin que hagamos nada. ¿Qué debe ocurrir para que esta espiral criminal sea frenada y para que se refuercen los controles y protocolos de seguridad? Las autoridades de los distintos órdenes de gobierno deben asumir su responsabilidad, esclarecer los casos, aplicar la ley con todo rigor y luchar por prevenir que hechos similares sigan multiplicándose, cada vez con mayor crudeza, en todos los confines de nuestro país, como sucedió con la ejecución de Nayeli Noemí, alumna de Derecho, acribillada durante la visita del Fiscal del Estado en el patio de la Universidad Autónoma de Zacatecas ante la mirada atónita y horrorizada de sus compañeros de estudio.

¡No! La muerte y la violencia física y moral, laboral y de género, en todas sus formas, no pueden ser nuestro escenario diario y menos de la academia.

El Estado debe actuar, sin duda, pero también la UNAM: su autonomía y compromiso como máxima Casa de Estudios así la obligan y el pueblo y la Nación a ella se lo demandan.

bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli