/ domingo 30 de diciembre de 2018

¡Los muertos hablan! (II)

Con Maquiavelo la concepción cristiana escolástica de la virtud termina y esto no solo se observa en El Príncipe, también es parte de la trama íntima de los personajes que dan vida a su principal obra teatral: La Mandrágora. Cada uno buscando su propio beneficio sin que medie un freno. La virtud ha sido separada de la moral, no así de la fortuna. Una y otra son elementos determinantes para la felicidad del hombre, de ahí que cuando un Príncipe se apoya solo en la fortuna, su desmoronamiento es inminente al menor de sus cambios. Por tanto, la virtud plena se alcanza solo cuando no se es prisionero de la fortuna y/o cuando sabe el hombre aprovecharse de ella siéndole ésta favorable.

Visto así, la virtud no solo es de facto sino también de cálculo humano para controlar al destino. Hecho que conduce a Maquiavelo, al aplicarlo a su apreciación del régimen republicano, a considerar a éste como al régimen más virtuoso y conforme a la política y a ésta, como a la sistematización del ejercicio de la virtud. El problema es que en una ciudad corrupta -como el propio Maquiavelo reconoce-, es sumamente difícil erigir una república, porque en una situación así, el Príncipe virtuoso debe ser quien contenga la división a partir de sus capacidades de acción, decisión y poder, supliendo las debilidades institucionales republicanas. No obstante, una ciudad que conoció la libertad, es aún más difícil gobernarla, porque en ella el interés particular coincide con el común. En estos casos, el consejo del florentino al Príncipe es “destruirla” de golpe. Ahora bien, si extrapolamos el discurso maquiavélico a nuestro México ¿en qué escenario nos ubicamos? La respuesta es obvia. Somos una República, pero también somos una sociedad corrupta y, por tanto, nuestras debilidades institucionales son enormes y el mayor problema es que estamos en espera de un Príncipe virtuoso, pero éste no llegará mientras como sociedad no sepamos asumir nuestra responsabilidad, es decir, nuestra propia virtud.

El mayor problema que tenemos, es que tampoco de nada sirve analizar a Maquiavelo “creyendo todo lo que dijo”, si consideramos que su propia obra está plagada de referencias intencionalmente falsas y de algo aún peor: del reconocimiento cabal de que aún la propia falta de virtud puede ser suplida a través de la apariencia. “Un príncipe -afirmó-, no ha de tener necesariamente todas las cualidades citadas, pero es muy necesario que parezca que las tiene. Es más… son perjudiciales si las posees todas y observas siempre y son útiles si tan solo haces ver que las posees”, de donde yo obtendría uno de sus principales aportes. Más allá de la fortuna y de la virtud, lo que ha privado siempre en la política y hoy más que nunca, es la simulación.

Fue solo a finales del 1700 cuando Maquiavelo comenzó a ser releído y reivindicado por personajes de la talla de Herder, Fichte y Hegel. Más tarde, en el siglo XX, lo hicieron autores como Leo Strauss, Claude Lefort y J.G.A. Pocock. De El Príncipe, Giuliano Procacci señaló: ha sido “uno de los libros más desconocidos y malentendidos de la historia de la literatura mundial” y tenía razón. Quentin Skinner, intentó justificar a Maquiavelo pero no tuvo éxito, como tampoco lo tuvo Maurizio Viroli en su obra Il sorriso di Niccolò. Storia di Macchiavelli, tal y como lo advierten autores como el hispano Leonardo Rodríguez Duplá. Qué decir de sus críticos, como Foucault, para quien el tratado del florentino versa principalmente sobre la soberanía (concepto ausente en ella), a la que habría de suceder una nueva visión sobre la relación del poder que da lugar al “arte de gobernar”, inspirado ahora en una multiplicidad de nuevas prácticas. Gobernar en tanto praxis administrativa. Solo que esta ponderación deja de lado el principal aporte maquiaveliano que fue haber sido un parteaguas, una antinomia en la historia de la teoría política que en él se consolida.

Sí. La tarea es por demás compleja. Maquiavelo sigue siendo hasta cierto punto un enigma, pero nadie puede dudar que es un clásico y, por tanto, debe ser releído, porque a un clásico no se le lee, se le relee, tal y como lo visualizó Italo Calvino, quien por algo decía: “los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”. Nunca terminan de decir lo que tienen que decir, porque además, son una obra “que suscita un incesante polvillo de discursos críticos” que ésta “se sacude continuamente de encima”.

Maquiavelo, reitero, aún está por ser descubierto y reivindicado en su plena justeza, pero desde mi personal punto de vista, requiere de una lectura intertextual. El verdadero mensaje del autor no se encuentra en lo que dijo sino en lo que ocultó y el panorama que nos presenta emana de un mundo real en condiciones de crisis, anómico, sin Estado ni soberano. A ello el Príncipe se debe enfrentar, sabedor además de que los hombres que le rodean son por naturaleza malos y que al primero que debe gobernar es a sí mismo.

Por eso es tan difícil explicarlo y entenderlo. Y, si lo es ¿por qué promover su lectura y relectura? No solo porque es claro que aún no ha sido correctamente leído y mucho menos interpretado, sino porque su pensamiento sigue vigente y, como diría nuevamente Calvino, no solo “por deber o por respeto”, también como un acto de amor.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli


Con Maquiavelo la concepción cristiana escolástica de la virtud termina y esto no solo se observa en El Príncipe, también es parte de la trama íntima de los personajes que dan vida a su principal obra teatral: La Mandrágora. Cada uno buscando su propio beneficio sin que medie un freno. La virtud ha sido separada de la moral, no así de la fortuna. Una y otra son elementos determinantes para la felicidad del hombre, de ahí que cuando un Príncipe se apoya solo en la fortuna, su desmoronamiento es inminente al menor de sus cambios. Por tanto, la virtud plena se alcanza solo cuando no se es prisionero de la fortuna y/o cuando sabe el hombre aprovecharse de ella siéndole ésta favorable.

Visto así, la virtud no solo es de facto sino también de cálculo humano para controlar al destino. Hecho que conduce a Maquiavelo, al aplicarlo a su apreciación del régimen republicano, a considerar a éste como al régimen más virtuoso y conforme a la política y a ésta, como a la sistematización del ejercicio de la virtud. El problema es que en una ciudad corrupta -como el propio Maquiavelo reconoce-, es sumamente difícil erigir una república, porque en una situación así, el Príncipe virtuoso debe ser quien contenga la división a partir de sus capacidades de acción, decisión y poder, supliendo las debilidades institucionales republicanas. No obstante, una ciudad que conoció la libertad, es aún más difícil gobernarla, porque en ella el interés particular coincide con el común. En estos casos, el consejo del florentino al Príncipe es “destruirla” de golpe. Ahora bien, si extrapolamos el discurso maquiavélico a nuestro México ¿en qué escenario nos ubicamos? La respuesta es obvia. Somos una República, pero también somos una sociedad corrupta y, por tanto, nuestras debilidades institucionales son enormes y el mayor problema es que estamos en espera de un Príncipe virtuoso, pero éste no llegará mientras como sociedad no sepamos asumir nuestra responsabilidad, es decir, nuestra propia virtud.

El mayor problema que tenemos, es que tampoco de nada sirve analizar a Maquiavelo “creyendo todo lo que dijo”, si consideramos que su propia obra está plagada de referencias intencionalmente falsas y de algo aún peor: del reconocimiento cabal de que aún la propia falta de virtud puede ser suplida a través de la apariencia. “Un príncipe -afirmó-, no ha de tener necesariamente todas las cualidades citadas, pero es muy necesario que parezca que las tiene. Es más… son perjudiciales si las posees todas y observas siempre y son útiles si tan solo haces ver que las posees”, de donde yo obtendría uno de sus principales aportes. Más allá de la fortuna y de la virtud, lo que ha privado siempre en la política y hoy más que nunca, es la simulación.

Fue solo a finales del 1700 cuando Maquiavelo comenzó a ser releído y reivindicado por personajes de la talla de Herder, Fichte y Hegel. Más tarde, en el siglo XX, lo hicieron autores como Leo Strauss, Claude Lefort y J.G.A. Pocock. De El Príncipe, Giuliano Procacci señaló: ha sido “uno de los libros más desconocidos y malentendidos de la historia de la literatura mundial” y tenía razón. Quentin Skinner, intentó justificar a Maquiavelo pero no tuvo éxito, como tampoco lo tuvo Maurizio Viroli en su obra Il sorriso di Niccolò. Storia di Macchiavelli, tal y como lo advierten autores como el hispano Leonardo Rodríguez Duplá. Qué decir de sus críticos, como Foucault, para quien el tratado del florentino versa principalmente sobre la soberanía (concepto ausente en ella), a la que habría de suceder una nueva visión sobre la relación del poder que da lugar al “arte de gobernar”, inspirado ahora en una multiplicidad de nuevas prácticas. Gobernar en tanto praxis administrativa. Solo que esta ponderación deja de lado el principal aporte maquiaveliano que fue haber sido un parteaguas, una antinomia en la historia de la teoría política que en él se consolida.

Sí. La tarea es por demás compleja. Maquiavelo sigue siendo hasta cierto punto un enigma, pero nadie puede dudar que es un clásico y, por tanto, debe ser releído, porque a un clásico no se le lee, se le relee, tal y como lo visualizó Italo Calvino, quien por algo decía: “los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual”. Nunca terminan de decir lo que tienen que decir, porque además, son una obra “que suscita un incesante polvillo de discursos críticos” que ésta “se sacude continuamente de encima”.

Maquiavelo, reitero, aún está por ser descubierto y reivindicado en su plena justeza, pero desde mi personal punto de vista, requiere de una lectura intertextual. El verdadero mensaje del autor no se encuentra en lo que dijo sino en lo que ocultó y el panorama que nos presenta emana de un mundo real en condiciones de crisis, anómico, sin Estado ni soberano. A ello el Príncipe se debe enfrentar, sabedor además de que los hombres que le rodean son por naturaleza malos y que al primero que debe gobernar es a sí mismo.

Por eso es tan difícil explicarlo y entenderlo. Y, si lo es ¿por qué promover su lectura y relectura? No solo porque es claro que aún no ha sido correctamente leído y mucho menos interpretado, sino porque su pensamiento sigue vigente y, como diría nuevamente Calvino, no solo “por deber o por respeto”, también como un acto de amor.


bettyzanolli@gmail.com

@BettyZanolli