Se impulsa una discusión legislativa para cambiar reglas a nuestro modelo de democracia y sería suicida que, por primera vez desde 1989, una reforma electoral fuera excluyente de las minorías o implicara dinamitar avances ya alcanzados, afectar elementos clave que han permitido representación de todas las ofertas políticas en los congresos y alternancias para todo tipo de cargos en poderes locales y federales de manera periódica.
Todos los actores involucrados tienen preocupaciones legítimas sobre cosas que mejorar y es ahí donde se pueden identificar puntos de encuentro, tejerse consensos entre la diversidad y concretar ajustes legales sin caer en la tentación de ignorar al otro, sin desprecio por las minorías o descalificación deliberada de las instituciones electorales como estrategia para luego imponer, sin conciliar, la visión de la fuerza mayoritaria sea cual sea.
Con esa misma lógica no merecen las discusiones descalificación sino contraste de argumentos. Creo en la necesidad de actualizar normas, pero también en que debemos hacerlo para que mejoren, no para echarlas hacia atrás. Se pueden replantear estructuras comiciales para hacerlas más eficientes, pero sin pretender destruirlas. Es adecuado en todos los ámbitos implementar medidas de austeridad real, pero no usar el tema como pretexto para nombrar árbitros a modo o lastimar la esencia de nuestro sistema electoral diciendo que eso se requiere para que sí funcione, desconociendo que es evidente y acreditable, que las elecciones en México han tenido solvencia institucional para hacer valer el mandato de las urnas.
La coyuntura es inédita, porque no son quienes perdieron en las últimas elecciones los promotores de cambiar reglas sustantivas. Ha sido habitual que al término de cada contienda se sumen candados adicionales de confianza solicitados por los partidos de la oposición en ánimo de emparejar el terreno cuando vuelvan a competir. Hoy la reforma se promueve por los ganadores y de ahí que sea fundamental que las mayorías se expresen sin avasallar a las minorías.
El entramado institucional y legal vigente fue lo que abrió caminos para elecciones realmente competitivas, sin ganadores predefinidos tanto a nivel federal como en las entidades. Eso ha sido posible, en buena medida, por el histórico y justo reclamo de quienes fueron oposición en diversos momentos. Se ha demostrado que esos caminos son transitables para todos y por eso hay que fortalecerlos, en sancharlos, analizar con mesura y no cortar el puente después de haberlo cruzado.
Es saludable la deliberación incluyente para no eliminar lo que sí funciona, no volver a zonas de desconfianza ya superadas, o a escenarios con dados cargados a una alineación partidista de uno u otro signo. No es posible organizar elecciones locales sin autoridades electorales locales. Sean o no simplificadas, sujetas a la crítica y autocrítica, o coordinadas a nivel central, es técnicamente inviable que todas las contiendas municipales se desahoguen sólo con las estructuras federales, porque tenemos distritos locales distintos a la geografía federal y no se puede ir a las urnas sin personal que las instale, sin funcionarios profesionales, sin estructuras administrativas serias que garanticen la aplicación de los mandatos legales locales y protocolos de confianza específicos.
Sería un retroceso pasar de un esquema profesional que organiza elecciones a uno improvisado que cada dos o tres años reclute a nuevos integrantes en cada entidad o lo haga incluso cada semana en caso de alguna petición de consulta popular. No es conveniente pasar de árbitros locales designados por un órgano autónomo que es el INE, a un modelo como el que se propone, en donde sería el Congreso y su mayoría parlamentaria quien los designe. Eso no implica ahorro, sino desaparecer una burocracia para nombrar a otra, con la diferencia de que la nueva sería designada por quien detente mayorías parlamentarias.
Sería también un retroceso duplicar la base de datos de mayores de edad y crear un nuevo aparato burocrático gubernamental paralelo al INE para hacerse cargo de la cédula de identidad ciudadana aludida en una anacrónica Ley General de Población, una cédula de identidad que ya existe y es la credencial para votar con fotografía. Tampoco debemos ignorar que las y los diputados de representación proporcional sí son electos, se asignan para que los votos minoritarios queden reflejados en el Congreso.
Tenemos un diseño en donde el que gana no gana ni pierde todo ni para siempre, se gana la proporción que definen las urnas, y se representa a quien gana y también a quien pierde, porque esos votos existen y deben tener, en su proporción, una voz reconocida. Por eso creo que tampoco debemos eliminar la representación proporcional porque significa cancelar la pluralidad. Con el diálogo incluyente siempre hay oportunidad para superar tensiones y construir acuerdos justos y democráticos. El tema es sencillo, reformar con inclusión, con la fuerza de la razón y no con la razón de la fuerza.
Consejero del INE
@MarcoBanos